533 días

533 días

von: Cees Nooteboom

Ediciones Siruela, 2023

ISBN: 9788417308476 , 216 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: DRM

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Preis: 9,99 EUR

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533 días


 

 

1

 

Las flores de los cactus no son comparables a otras flores. Por su aspecto se diría que han obtenido un triunfo y que están deseando casarse hoy mismo, por extraño que parezca, aunque sin saber con quién. Mi cactus más antiguo, que ya vivía aquí cuando yo llegué hace cuarenta años, se compone de elementos contrarios, como si tuviera diferentes edades. Sus grandes hojas, si es que pueden llamarse hojas, son unas manos extendidas sin dedos, verdes y macizas, de forma ovalada y cubiertas de pequeñas espinas (el típico cactus de un paisaje mexicano). Yo no sé nada de cactus. Ellos eran los aborígenes aquí, y el intruso soy yo. Crecen en diferentes sitios. Detrás de mi estudio, en una parcela descuidada del jardín, han impuesto su régimen autocrático. El cactus compuesto de elementos contrarios está en otro lugar. En la punta de lo que más adelante será un fruto —que aquí se denomina «higo chumbo» y en Francia figue de Barbarie —, ha salido este verano una flor amarilla. Algunas de sus hojas, a las que seguiré llamando así para entendernos, son de cuero seco, lo que no impide que en ciertos puntos les salgan unas manitas de un intenso verde claro. Las espinas pueden extraerse. Si se pican bien finas son comestibles. Los cactus dejan caer al suelo sus grandes manos muertas cuyo peso es sorprendente. Después de una tormenta, cuando rastrillo el jardín para quitar lo que han soltado los árboles, recojo las manos con cuidado, preferiblemente con guantes. Arrojo a la basura algo muerto, sí, y, sin embargo, cuando me acerco a la planta, que es mucho más alta que yo, me percato de que en su parte inferior, en lo que parece un trozo de madera seca y pesada, han brotado unas manos nuevas de esa materia muerta. A eso me refiero cuando hablo de elementos contrarios: es como si parte de mí ya fuera materia muerta y al mismo tiempo me estuvieran creciendo unos miembros nuevos. Aunque, la verdad, no sé muy bien cómo imaginarme esta escena. ¿Cuál sería el equivalente en mí de la flor amarilla?

 

 

Higo chumbo: el fruto del cactus

 

El año pasado, después de viajar por el desierto de Atacama, en el norte de Chile, decidí plantar unos cuantos cactus en mi jardín español. Acudí a un invernadero que está en la otra punta de la isla. Cuando pregunté por los cactus, alguien me señaló una planta fálica y peluda de enormes dimensiones y bastante más alta que yo. No había manera de meterla en el coche. Sin embargo, cerca de ella había un pequeño ejército de lo que los vendedores denominan también cactus, toda una tropa dispar de oficiales y soldados en uniforme. Cada vez que preguntaba el nombre de un ejemplar u otro, todos distintos entre sí, la respuesta era inevitablemente «cactus». Y así es como poseo ahora en mi jardín unos seis de esos cactus, o lo que se suponga que sean. A excepción de uno, todos han sobrevivido al invierno. Me resulta muy difícil describirlos. En su Zibaldone, Leopardi sostiene que el poeta no solo debe imitar a la naturaleza y describirla a la perfección, sino que además debe hacerlo de forma natural. Ya, ¿y quién es capaz de eso? En realidad, estos cactus no se parecen en nada a los que había aquí originariamente, los pobladores primitivos. Uno de ellos es una pequeña columna vegetal de color verde mar que me llega hasta las rodillas. Consultando las guías de cactus que he comprado intentaré identificarlos por sus nombres, aunque no es tarea fácil. Hay uno que se divide en varias ramas laterales a casi un metro de altura y luego continúa creciendo hacia arriba como si nada. Pero ¿por qué digo ramas? Más que ramas son partes del tronco que toman un camino transversal. Quizá tampoco «tronco» sea la palabra apropiada. Un cactus que se extiende lateralmente. Xec, que tampoco sabe cómo se llama, sea él o ella, comenta que puede llegar a hacerse enorme. Creo que esa forma de cactus la vi una vez en un anuncio de tequila. Aunque puede que fuera la etiqueta de una botella y que una bruma alcohólica cegara mi mirada. Y luego está ese otro cactus, como una bala bastante tosca procedente de la Primera Guerra Mundial en forma de tubérculo. Está dividido en segmentos y cubierto de un infinito número de pinchos, por lo que las tortugas evitan acercarse a él. «Dividido en segmentos» —¿se dirá así?. ¿Cómo lo diría Von Humboldt?. ¿Cómo se describe un objeto verde que, debido a unas profundas muescas (unas catorce), ha perdido su forma euclidiana de bala y se dedica a existir cerca de la tierra, con toda su peligrosidad y su poderío, intentando demostrar Dios sabe qué con esos pinchos que le recubren y cuya parte superior es de color carmesí?—. Primera lección: no debo decir «pinchos», por muy terriblemente punzantes y grandes que parezcan. Los cactus tienen espinas. Humboldt, claro está, se consagró al estudio de sus características, género, posibilidades de reproducción, especie, similitudes. Yo carezco de instrumental para ello. Todo cuanto poseo es mi impresión a primera vista y la limitación de mi lengua. Porque, cuando digo «verde», ¿a qué me refiero exactamente? ¿Cuántos tonos verdes existen? Al tratar de definir el color de mis seis nuevos cactus, me convierto en el maestro del adjetivo.

Comoquiera que sea, he construido para ellos un pequeño enclave delimitado, por un lado, por un muro ancestral de piedras apiladas, una pared seca1, y, por el otro, por unas cuantas piedras, de la misma clase que las del muro, que he colocado sobre la tierra parda como una frontera porosa que las tortugas ignoran. Estas no alcanzan a llegar más arriba de las hojas inferiores, pero, aun así, las heridas que causan sus mordeduras son tan irregulares como las propias formas de algunas de las plantas. Alrededor de los cactus he plantado otras plantas suculentas, que en holandés se llaman «plantas grasosas». Una de ellas, una de las muchas especies del género Aeonium, tiene hojas brillantes de un negro intenso tan maravillosamente dispuestas en torno a un punto central que uno acaba creyendo que existe una intención de simetría y armonía inmanente a todo. Tal es la sensualidad del negro intenso de sus hojas que podría ser la joya ideal para la tumba de una poetisa malograda. Y, aunque amo a mis tortugas, esta mañana me he escandalizado al ver que la vieja —patriarca que lleva infinitos años sobreviviendo aquí los inviernos sin mí— intentaba con todas sus fuerzas quebrar la armonía de esa simetría matemática mordiendo de forma perversa las hojas con sus dientes de vieja. Sacrilegio.

Pero ¿cómo puedo castigar a una tortuga que con el paso del tiempo ha adquirido muchos más derechos que yo? Por lo que yo sé, las tortugas carecen de anillos de crecimiento, de modo que ignoro su edad. Además tampoco es que ella haga mucho caso de las reprimendas. Me encantaría observarme a mí mismo desde su perspectiva para ver qué imagen le ofrezco. Para ella debo de ser una especie de altísima torre móvil que suministra agua si se le pide con claridad. A veces, en pleno verano, cuando aprieta el calor, aparece la tortuga en la terraza y empieza a presionarme el pie. Entonces mojo las piedras y ella se pone a lamer el suelo a fondo, lentamente. Las piedras que coloqué el año pasado alrededor de las plantas para proteger las hojas inferiores de sus ataques las ha ido apartando milímetro a milímetro, como un buldócer viviente.

 

Aunque no sé demasiado de cactus ni de tortugas, creo que comparten algunas características: su rigidez, su obstinación, tal vez incluso el material del que están hechos (duro y recio). Los caparazones y las espinas son instrumentos de defensa; la pata de una tortuga produce la misma sensación al tacto que la piel de algunos cactus, y mis tortugas ponen sus huevos bajo tierra, como si se creyeran plantas. Pueden sobrevivir mucho tiempo sin agua y, sin embargo, saben encontrarme cuando tienen sed. Es posible que crean que soy agua. El misterio de los cactus y el agua aún lo tengo que resolver (el misterio del exceso o de la escasez). Permanecí en la isla hasta octubre y luego volví en diciembre por un periodo corto. Javi, mi vecino, dice que ha llovido mucho este invierno. Sin embargo, en los desiertos, de donde son originarios los cactus, no llueve nunca. Esta noche, después de una tormenta eléctrica, ha caído un buen chaparrón. Al parecer eso les ha agradado al ficus y a la higuera, porque sus hojas brillan. Los cactus, en cambio, no comunican nada, al menos nada que yo sea capaz de comprender.

Los cactus muestran la peculiaridad de sus formas como si fuera su obligación, lo cual de hecho es verdad. Tal como hicieron sus ancestros hace ya una eternidad, obedecen a su ADN, un código que en algún momento se escribió para ellos, párrafo a párrafo. ¿O acaso fueron ellos mismos los que escribieron el código en tiempos inmemoriales y fueron después adaptándolo con interminables procedimientos y jurisprudencia? A este tipo de preguntas los cactus responden con un implacable silencio. Los árboles se agitan, los arbustos se inclinan, el viento murmura, pero los cactus no participan de semejantes conversaciones. Son monjes; su crecimiento es inaudible. Mis oídos no están preparados para oírles si hacen ruido. Su forma es su finalidad (eso ya lo sabía Aristóteles). El que yo pueda verlos probablemente a ellos les sea indiferente.

 

 

2

 

A las dos horas de mi llegada se presentó Xec en casa con un libro sobre la muerte.

El cartero había dejado el libro fuera, presa de la lluvia. Xec lo había salvado.

A continuación nos pusimos a hablar de su...