Mutatio corporis. Medicina y transformación

Mutatio corporis. Medicina y transformación

von: Gavin Francis

Ediciones Siruela, 2019

ISBN: 9788417860684 , 296 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 11,99 EUR

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Mutatio corporis. Medicina y transformación


 

2

Hombres lobo.
Alteraciones bajo el influjo de la luna llena

«Como primera metamorfosis humana de esta especie, merece la pena examinar en detalle la del licaón [en un lobo]»2.

GENEVIEVE LIVELEY, Las metamorfosis de Ovidio

 

 

Cuando una noche el ala de urgencias del hospital resulta especialmente sangrienta y cargada de violencia, o se dan demasiados ingresos psiquiátricos, no es extraño escuchar a los colegas frases como «Debe de haber luna llena». A lo largo de esos ajetreados turnos de noche, a veces me paro a pensar y busco en el cielo una explicación para mi dura carga de trabajo en la tierra. La luna afecta no solo a las mareas o a los ciclos de fertilidad humanos, sino también a nuestras mentes, según antiguas creencias. Otelo le dice a Emilia: «Es el efecto de la desviación de la luna. Se acerca más de lo debido y vuelve locos a los hombres». James Joyce se refiere en el Ulises al «poder de la luna para encantar, mortificar, embellecer e inducir a la locura». Constituye una creencia muy extendida que la luna posee un efecto transformador sobre la psique humana. Diversas investigaciones llevadas a cabo en India, Irán, Europa y los Estados Unidos así lo afirman. Un estudio norteamericano concluyó que, para el cuarenta por ciento de la población, la luna tenía algún tipo de influencia sobre la mente humana3. Según una encuesta anterior, dicho porcentaje ascendía a un setenta y cuatro por ciento entre los profesionales de la salud mental. Sin embargo, los estadísticos no han sido capaces de fundamentar tal afirmación. La tasa de ingresos por traumas, obsesión o psicosis (lunacy, ‘locura’) no se ve afectada por las fases lunares, y tampoco existe conexión alguna entre la luna llena y el índice de intentos de suicidio, accidentes de tráfico o el número de llamadas a los servicios de apoyo telefónico. Tanto mis colegas del servicio médico de urgencias como aquellos que integran el mencionado setenta y cuatro por ciento de profesionales norteamericanos de la salud mental están todos equivocados.

El hecho de que la verdad pareciera contradecir la opinión mayoritaria indujo a tres psiquiatras californianos a investigar. En un estudio titulado «La luna y la locura reconsideradas»4, planteaban que, con anterioridad a la llegada de la luz artificial en el siglo XIX, la luna llena probablemente afectaba a aquellas personas aquejadas de una precaria salud mental, al alterar la calidad y la duración del sueño. Aportaban datos que demostraban que un periodo de catorce horas de descanso a oscuras podía interrumpir, e incluso prevenir, episodios de psicosis maniaca; y que una leve reducción de las horas de sueño puede empeorar la salud mental y provocar ataques epilépticos —algo que mis propios pacientes aquejados de bipolaridad y epilepsia han confirmado—. Los patrones de actividad cerebral relacionados con un sueño reparador parecen solaparse con los patrones asociados a una buena salud mental de un modo que aún no comprendemos por completo.

Antes de la llegada de la luz artificial, la gente sacaba partido de los días de luna llena, dado que su luz era lo bastante intensa como para permitir llevar a cabo diversas actividades durante la noche. La Sociedad Lunar, compuesta por industriales e intelectuales en la Inglaterra del siglo XVIII, había sido bautizada de ese modo no porque el astro fuera su objeto de estudio, sino porque a sus miembros les resultaba más conveniente reunirse durante el plenilunio. Sin embargo, la luz de la luna también creaba sombras suficientes como para disparar la imaginación de la gente y suscitar los más diversos temores. «Los dementes se muestran sensiblemente más inquietos durante la luna llena, así como al rayar el alba», escribió el psiquiatra francés Jean-Étienne Esquirol en el siglo XIX: «¿No produce ese brillo en sus habitaciones un efecto lumínico que atemoriza a algunos, deleita a otros y los pone nerviosos a todos?5».

Joanne Frederick llegó en una ambulancia. «Delirio intenso», leí en la parte superior de su ficha de ingreso. Su compañera de piso nos facilitó los precedentes clínicos: durante varios días, había sufrido un fuerte resfriado, se sentía cansada y débil y había acudido a la farmacia para comprar medicinas. No funcionaron. El cansancio era cada vez mayor, padecía dolores abdominales y sentía que le ardía la piel. Su orina era caliente y densa y la micción le resultaba dolorosa. Había tenido infecciones urinarias en el pasado, pero esto era diferente: un malestar físico se extendía por todo su cuerpo, desde el torso hasta las extremidades. Le temblaban las piernas, los brazos habían perdido toda su fuerza y tenía una persistente febrícula. Concertó una cita con su médico de cabecera, pero no llegó a acudir. Su compañera de piso pidió una ambulancia cuando la joven comenzó a alucinar con lagartos gigantes que se arrastraban por las paredes. De camino al hospital, sufrió un ataque y cuando pude verla en la unidad de cuidados intensivos, ya había sido sedada.

Hay cientos de razones por las que alguien puede llegar a sufrir un «delirio intenso»: sobredosis de droga, síndrome de abstinencia, infecciones, apoplejías, hemorragia cerebral, traumatismos craneales e incluso déficits vitamínicos. Sin embargo, los resultados de todas las pruebas de Joanne eran normales y su escáner cerebral no mostraba nada llamativo. Mientras permanecía sedada en su cama, su compañera me contó más detalles de su historia. Joanne había tenido una existencia bastante tranquila. Aunque cultivaba algunas amistades, era de naturaleza reservada. Había sido ingresada anteriormente en una ocasión a causa de una «crisis nerviosa» y en su historial clínico había algunas notas que describían un breve episodio de pánico incapacitante y ansiedad que se habían resuelto tras algunos días de descanso. Trabajaba como administrativa en una oficina situada en los sótanos del ayuntamiento, un trabajo que adoraba porque le permitía resguardarse de la luz del sol. «Se quema con mucha facilidad —dijo su compañera de apartamento—. Debería verla usted en verano, le salen ampollas». Su dermis estaba salpicada de manchas marrones, especialmente en la cara y las manos, como si hubieran derramado granos de café sobre su piel mojada.

En aquel tiempo yo era médico residente y, tanto para mí como para el resto del equipo, el diagnóstico de Joanne constituía un acertijo de difícil resolución. Cuando llegó el médico supervisor para hacer su ronda, escuchó con atención cómo había llegado Joanne al hospital y ojeó las notas de su ingreso anterior. Le examinó la piel cuidadosamente, revisó los resultados de sus tests y después alzó la mirada con expresión de triunfo: «Es necesario comprobar los niveles de porfirinas», dijo.

Las porfirinas, de importancia clave tanto en la estructura de la hemoglobina como de la clorofila, son generadas en el organismo por una serie de enzimas que trabajan de forma colaborativa, como un equipo de andamiaje. Si un miembro de dicho equipo no trabaja adecuadamente, el resultado es la porfiria. Anillos de porfirina, formados parcialmente, se acumulan en sangre y tejidos y generan «desequilibrios», que pueden deberse a consumo de drogas, dietas o incluso a un par de noches de insomnio. Algunas porfirinas son extremadamente sensibles a la luz (es precisamente esta propiedad la que les permite absorber la energía del sol en la clorofila), y ciertas variantes de porfiria producen ampollas e inflamación como resultado de la exposición a la luz solar, con las consecuentes heridas. El aumento de porfirinas en los nervios y en el cerebro causa insensibilidad, parálisis, psicosis y convulsiones. Otro efecto de la acumulación de porfirinas en la piel, todavía sin explicación, es el crecimiento de pelo en la frente y en las mejillas. La porfiria aguda puede provocar estreñimiento y un angustioso dolor abdominal: no es infrecuente que las víctimas entren aullando en el quirófano para someterse a sucesivas e innecesarias operaciones hasta que los médicos consiguen efectuar un diagnóstico correcto6.

Cuando el informe de laboratorio de Joanne llegó a nuestras manos, confirmó altísimos niveles de porfirinas; era probable que padeciera una rara variante de porfiria7 conocida como variegata. El tratamiento ya había comenzado: reposo, supresión de medicamentos agravantes (los remedios para el resfriado que había comprado en la farmacia podrían haber agudizado la crisis) y fluidos intravenosos, además de inyecciones de glucosa. En un periodo de tres días se había recuperado y recibió el alta hospitalaria junto con un listado de fármacos que debía evitar y, por fin, una explicación para su alta sensibilidad a la luz.

 

 

En 1964, la revista Proceedings of the Royal Society of Medicine publicó un curioso artículo firmado por un neurólogo londinense llamado Lee Illis. A lo largo de cuatro elocuentes y persuasivas páginas, proponía que el mito del hombre lobo había sido reforzado o incluso iniciado por la porfiria8. Enfermedades de la piel como la hipertricosis pueden causar el crecimiento de vello en el rostro y en las manos, aunque dicho síntoma no se acompaña de manifestaciones psiquiátricas. La rabia en humanos, por otra parte, puede inducir un estado mental de furia y agitación, además de alucinaciones y el impulso de morder, pero sin cambios en la piel. Illis puntualizaba que los sujetos...