El libro que mata a la muerte

El libro que mata a la muerte

von: Mario Roso de la Luna

Aroha, 2024

ISBN: 7502297054375 , 800 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 17,99 EUR

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El libro que mata a la muerte


 

INTRODUCCIÓN


“Et l’insensé déja croyait, comme aujourd’hui

que l’âme commençit et finissait en lui”

LAMARTINE, La Chûte d’un Âge.

Homo divina est stirpis origo.

PITÁGORAS, Versos áureos.

Non est umbra tenebrae,

sed vet tenebrarum vestigium in lumine,

vel luminie vestigium in tenebris.

GIORDANO BRUNO.

La génesis de esta obra, cuya segunda edición damos hoy al público, es por demás curiosa.

Al leer por primera vez el célebre libro Old diary leaves (“Hojas de un viejo diario”), del presidente-fundador de la Sociedad Teosófica, Henry Steel Olcott, nos hubieron de causar la más viva impresión determinados pasajes relativos a la residencia de éste y de H. P. Blavatsky en la India. Eran estos pasajes, en efecto, algo de tal naturaleza, que ningún lector sensato puede dejarlos pasar sin serio estudio o sin solemne protesta.

Uno de los indicados pasajes se refería a cierta quinta en la costa de las inmediaciones de Bombay, adonde la recién llegada H. P. B.[1] hubo de llevar en carruaje a uno de sus nuevos amigos. En la quinta, que era muy hermosa y llena de rosales floridos, salió a recibir a H. P. B. un venerable hindú del tipo de los que los teósofos llamamos Mahatmas o Maestros, mientras que ésta ordenaba a su acompañante que “por nada ni por nadie se moviese del carruaje si estimaba en algo su vida”. H. P. B. penetró en la quinta con el hindú, y a la salida recogió de manos de él un espléndido ramillete de rosas con encargo de que le fuesen regaladas al coronel Olcott. De regreso ya en casa de los viajeros, hubo de entablarse entre los de la tertulia de H. P. B. viva discusión, pues todos afirmaban, como buenos conocedores de Bombay, que por semejantes sitios no existía quinta alguna y sí un espeso bosque, mientras que el acompañante juraba con plena seguridad y aplomo que él había visto la quinta con sus propios ojos y hasta podría conducir otra vez a sus puertas a quien apostase en contra de él. H. P. B. sonreía, asegurando que él no sería capaz de semejante hazaña, por lo que perdería la apuesta, como efectivamente sucedió, por cuanto, después de vagar aquél largas horas por el bosque con los de la apuesta, y creyendo siempre llegar a la orilla del mar, se veían él y los que con él iban, fatalmente llevados al lado contrario… H. P. B. aseguró después que la tal quinta era un punto de cita o lugar de reunión de algunos Maestros, y que su acceso a ella, más aún, su misma visión, estaba protegida contra los profanos por una “maya” o ilusión de los sentidos, que no les permitía el llegarse hasta allí, a no ser en compañía de alguien como H. P. B.

Otro de los casos de Olcott se refería a cierto pobre maestro de escuela de Benarés, que recibía con frecuencia de la madre de uno de sus educandos pequeños obsequios. El profesor, agradecido, quiso un día visitar a los padres de su alumno, a lo que éste replicó “que no sabía si ello sería posible”. Por fin, de allí a pocos días, el muchacho vino una vez con la noticia de que sus padres acogerían con gusto al maestro, “siempre que éste jurase previamente que no revelaría a nadie el camino que conducía hasta su mansión, y que si luego el visitante faltaba algún día a su juramento, al punto quedaría ciego”. Hizo su promesa el maestro y salió con su discípulo hacia las afueras de la población. Ya en pleno campo, y cuando aquél temía ser víctima de una emboscada o de una burla, he aquí que el chiquillo se detiene; exige de nuevo la ratificación del juramento, y realizada ésta, un simple empujón dado por el chico a una piedra que por allí había dejó expedita la bajada al mundo subterráneo o mundo de los jinas, literalmente “el otro mundo”, donde el atónito visitante fue cariñosamente recibido y obsequiado por los padres de su alumno, quienes vivían, repetimos en un mundo por completo “semejante al nuestro en casas, calles, templos, etc.”. Desde entonces, añade Olcott con toda su clásica serie dad, la fortuna del profesor cambió radicalmente; de pobre que siempre fuera, resultó rico “por los tesoros de los jinas”; pero infatuado un día quiso revelar a otros el camino de aquel mundo faltando a sus juramentos, y al llegar con ellos hasta la piedra de marras, ¡quedó instantáneamente ciego! El tercero de los hechos en cuestión es el de aquel Hassán Khan, de Benarés, quien, dice Olcott, “poseía el arte de su padre, que era un gran ocultista y que le había iniciado seriamente con ceremonias mágicas en la sublime Ciencia, dándole poder sobre siete daimones familiares cual los de Numa y Sócrates, bajo la condición estricta de llevar una vida moral y temperante. Sus pasiones, sin embargo, arrastraron a Hassán, y sus siete “astrales criados” se le habían ido escapando uno tras otro a su dominio…”.

El cuarto de los casos de Olcott es el de la visita que él hiciera con H. P. B. a las célebres grutas de Karli, donde entre mil rarezas relativas a retiros solitarios de Maestros en el interior de las criptas del arcaico y venerando hipogeo, a resortes secretos que hacen girar a ciertas piedras como las del subterráneo anterior, o el famoso de Aladino el jina, y a otras cosas a este tenor, ve el bravo coronel, mientras descansa en la explanada de fuera, cómo se le acerca inopinadamente un raro “shadú” o discípulo de Vishnú conduciendo a una vaca de cinco “patas” (la quinta pata colgando del morrillo como una fantástica excrescencia), hombre que, después de hablarle un momento, se esfuma en su presencia misma como neblina de lago.

Otros muchos casos semejantes narrados ingenuamente por el coronel aquí y allá de su Diario o “Historia auténtica de la Sociedad Teosófica” no hicieron sino exacerbar nuestra ya excitada curiosidad hasta un grado increíble. Ora se trataba de un inopinado visitante hindú que, en plena redacción de un periódico en Nueva York les enseña a los redactores un extraño libro, da sus señas, ¡las de una librería de estampas religiosas!, y luego desaparece, dejándoles a todos asombrados; ora de otro tal que en el propio salón de la casa de Olcott le hace ver a éste “en un cubo o recinto del mismo” la más horrenda y variada de las faunas astrales; o, en fin, se ve el historiador de los primeros tiempos de la Sociedad visitado dos o tres veces por alguno de aquellos Maestros, quienes hasta le dejan cortar, para prueba de que no se trataba de ninguna alucinación, un pedazo de su turbante de muselina, que el coronel conservó en su poder luego muchos años y enseñó a quien le quiso ver.

Deseando aquilatar hasta qué punto fuesen tales cosas factibles, hojeamos detenidamente las magistrales obras de H. P. B., en especial la novelita ocultista titulada Por las grutas y selvas del Indostán, y allí no sólo vimos ratificados por la maestra aquellos hechos, sino que el número y calidad de ellos aumentó considerablemente. No es cosa de referir uno por uno semejantes hechos, bastando a nuestro propósito el recordar los siguientes:

a) El fuego inextinguible de ciertos iniciados guebros y de otros, mantenido perpetuamente por sacerdotes extraños que no salen nunca de tales templos y que mantienen y custodian enormes bibliotecas subterráneas, donde es fama se conserva íntegro el tesoro bibliográfico de la Humanidad, sin faltar allí ninguno de los libros en todas las lenguas, libros que, a través de los siglos, se hayan ocupado de problemas filosóficos y religiosos. Gentes que hasta conocen la radiotelefonía.

b) Las montañas purificadoras de Bhadrinath, en cuyos hipogeos ciertos invisibles antecesores de los terapeutas del Líbano crean y mantienen un aura salutífera tal, que a sus termas acuden anualmente millares de peregrinos en demanda de su curación.

c) Los takures del Ragistán (India), entre los que no es raro encontrar señores de juventud eterna, que se dicen descendientes directos del sol (“surya-vansas”), que jamás se mezclan en asuntos mundanos y que custodian por siglos, en espera de días mejores para los hombres, los inauditos tesoros de Hind o “de los jinas”, capaces de eclipsar a los mayores de la historia. Dichos takures surya-vansas parecen poseer tales mantrams o “palabras mágicas” que con ellas pueden matar instantáneamente a cuantos tigres y demás alimañas tengan la osadía de acometerlos.

ch) La fraternidad secreta de los alrededores de las cavernas de Bagh en la India, “gupta” o región muy interior poco conocida por los europeos, y cuyos individuos operaron con la narradora y con Olcott prodigios bien extraños que aquélla refiere en su obra.

d) Los llamados sanyasis de Siberia y los todas indostánicos de los montes Vindya, gentes de las que, según la autora, no hay noticias que se casen, ni se mueran, ni se dediquen a las habituales profesiones de los hombres; gentes que mantienen secretos vínculos con otras muchas semejantes de diversos puntos de Asia y aun del mundo, en el que viven, pues, una vida completamente separada de la de los mortales, como si ellos fuesen ciertamente ya de una raza superior y libertada de las infinitas miserias físicas, intelectuales y morales que a nosotros nos aquejan.

e) Las mil gentes raras, en fin, citadas doquiera por los clásicos griegos y latinos, tales como las que tanto asombraran a Plinio, Etico, Filostrato, Apolonio de Tiana, etc., y de las cuales siempre queda a guisa de eco la eterna creencia de la Humanidad en seres subhumanos, humanos o superhumanos que están a nuestro lado mismo, pero que sólo en contadas y solemnes ocasiones nos es...