Democracia surgente - Notas sobre el pensamiento político de Hannah Arendt

Democracia surgente - Notas sobre el pensamiento político de Hannah Arendt

von: Adriana Cavarero

Herder Editorial, 2022

ISBN: 9788425448027 , 152 Seiten

Format: ePUB

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Democracia surgente - Notas sobre el pensamiento político de Hannah Arendt


 

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La idea de democracia

Los antiguos griegos, cuando hablaban de democracia, «pensaban en una plaza o bien en una asamblea en la cual los ciudadanos eran llamados para tomar por sí mismos las decisiones que les concernían»,1 escribe Norberto Bobbio. En su simplicidad, esta es la imagen que nutre aún nuestra idea básica de democracia. Para simplificar el tema, podríamos recurrir al término «democracia directa». Pero entonces corremos el riesgo de hacer de la democracia no una idea —un esquema, una visión mental, el cuadro de un concepto—, sino una forma precisa de gobierno o bien, para decirlo con el léxico político moderno, un cierto tipo de régimen político ante todo distinto del de la «democracia representativa». La idea de democracia, como la entendemos aquí, se escapa del entramado de estas clasificaciones. No se acaba ni en un modelo de gobierno caracterizado por un conjunto de principios, reglas y procedimientos, ni en un sistema de valores. Pertenece, más bien, a la fenomenología de las experiencias políticas y, de modo más preciso, si insistimos en la imagen de la polis, a aquella particular experiencia política de la Antigüedad que se centraba en compartir materialmente un espacio común —la célebre ágora— en el cual los individuos libres interactuaban como iguales. En este sentido, antes aún que una forma de gobierno, nacida en Grecia y reaparecida después en distintas variantes históricas hasta incorporarse en la democracia representativa de la época contemporánea, la palabra «democracia» evoca una cierta disposición espacial, un plano horizontal para la interacción entre iguales. Para decirlo con el vocabulario de Hannah Arendt, un espacio común de aparición recíproca donde una pluralidad de seres únicos actúan concertadamente.

Arendt no ha sido citada aquí por casualidad. No solo porque sus textos aún conservan hoy en día toda la extraordinaria característica de interpelar a cualquiera que se pregunte acerca de los problemas políticos urgentes, hasta el punto de que se ha difundido «la extraña impresión de que las obras de Arendt hablan directamente de acontecimientos que nos conciernen»,2 sino principalmente porque la referencia a los textos arendtianos es frecuente por parte de numerosos autores de nuestro tiempo que se interrogan precisamente acerca de la idea de democracia para hallar su sentido en algunos de los acontecimientos del presente. Es decir, que intentan sustraer la palabra «democracia» de su molesta generalidad y tratan de captar el núcleo conceptual de la «verdadera democracia».3 Esto vale, en primer lugar, para la versión de la «democracia radical» propuesta por Judith Butler, pero también para la noción de «democracia anárquica» sobre la cual reflexiona Jacques Rancière, o bien para el concepto de «democracia insurgente» elaborado por Miguel Abensour,4 el cual involucra también en su argumentación a la «democracia salvaje» de Claude Lefort. Propenso a confrontarse con Arendt de modo particularmente fructífero, Lefort puede considerarse como el principal autor a partir del cual empieza este variado filón teórico caracterizado por el empeño en radicalizar la idea de democracia pensándola en términos de conflictividad permanente y campo de lucha.5 En Francia especialmente, este filón se presenta no solo variopinto, sino además bien arraigado, contando también con el proyecto de «democratización de la democracia» de Étienne Balibar o con el concepto antagonista de democracia propuesto por Chantal Mouffe.6 Sin querer detallar aquí el pensamiento complejo y diversamente articulado de estos autores, vale la pena subrayar su necesidad de añadir un adjetivo al sustantivo «democracia», calificándola como radical, anárquica, insurgente, salvaje, antagonista. Como indica Abensour, «la falta de caracterización de la democracia hace que esta corra el riesgo de perder toda imagen que la haga reconocible, y de verse arrastrada hacia la zona gris de la banalización universal. En el lenguaje cotidiano de nuestra sociedad, ¿no es constantemente confundida con el Estado y con el gobierno representativo?».7

De un modo más general, la necesidad del adjetivo indica la dificultad de hablar de democracia, tanto hoy como en el pasado, sin correr el riesgo de que la palabra designe inmediatamente una forma de gobierno, un régimen político, un cierto orden institucional, incluso un estilo de vida o una organización social. También el lenguaje político ordinario tiende, por otra parte, a adjetivar la democracia definiéndola, dependiendo de los casos, como representativa, liberal, parlamentaria, popular, electoral, formal, real o incluso de otros modos. Arendt, en cambio, utiliza raramente el término «democracia» y, aunque exalte la Atenas democrática de Pericles como cuna de aquella experiencia de la interacción plural que ella identifica como la noción auténtica y originaria de política, evita recurrir tanto a la palabra «democracia» como, aún con más motivo, a la expresión «democracia directa». Sí que recurre, en todo caso —en textos menores y con un claro intento de simplificación—, a la expresión «democracia participativa», poniéndola entre comillas.8 En efecto, la que hemos denominado aquí como «idea de democracia», en el lenguaje arendtiano se corresponde directamente con la idea de política o, mejor aún, con «un concepto puro de la realidad política».9 No se trata solamente de cuestiones de léxico, aunque estas, obviamente, cuentan. Se trata también de entender por qué muchos de los autores que se empeñan actualmente en radicalizar la idea de democracia hacen referencia a Arendt, cuando ella misma evita usar incluso hasta el mismo término.

La cita por extenso de un fragmento arendtiano puede arrojar luz a esta particular paradoja. En Sobre la revolución, podemos leer:

La consideración de la libertad como fenómeno político fue contemporánea del nacimiento de las ciudades-estado griegas. Desde Heródoto, se concibió a estas como una forma de organización política en la que los ciudadanos convivían al margen de todo poder, sin una división entre gobernantes y gobernados. Esta idea de ausencia de poder se expresó con el vocablo isonomía, cuya característica más notable entre las diferentes formas de gobierno, según fueron enunciadas por lo antiguos, consistía en que la idea de poder (la «arquía» de άρχειν en la monarquía y la oligarquía, o la «cracia» de κρατειν en la democracia) estaba totalmente ausente de ella. La polis era considerada como una isonomía, no como una democracia. La palabra «democracia» que incluso entonces expresaba el gobierno de la mayoría, el gobierno de los muchos, fue acuñada originalmente por quienes se oponían a la isonomía, cuyo argumento era el siguiente: la pretendida ausencia de poder es, en realidad, otra clase del mismo: es la peor forma de gobierno, el gobierno por el demos.10

Es importante notar la insistencia en lo que se refiere a la ausencia de gobierno. Es precisamente esta ausencia de la división entre gobernantes y gobernados lo que caracteriza aquello que los griegos llamaban isonomía y que Arendt, en cambio, a lo largo de su obra, llamaba política, entendiéndola como espacio compartido de interacción entre iguales. Para ella, el término «gobierno» (rule) tiene un significado negativo, hasta el punto de que a menudo lo utiliza como sinónimo de «dominio» (domination, Herrschaft), es decir, como un sistema en el cual algunos mandan y otros son mandados. Arendt no duda en definir «las luchas por el poder, donde lo que está en juego, por encima de todo, es la cuestión de quién gobierna sobre quién»,11 aquello que la tradición occidental, a partir de Platón, llama en cambio —y según ella, indebidamente— política. La palabra «política», tal como es usada en la tradición para referirse al problema del gobierno o del poder, para Arendt es indebida y falsa en la medida en que esconde precisamente la experiencia originaria de la polis y la suplanta, mortificando de este modo el auténtico espíritu político del ciudadano griego que no quería «ni gobernar ni ser gobernado».12 Según la visión arendtiana, cuando está en juego quién manda y quién es mandado, quién gobierna y quién es gobernado no hay política: y esto explica por qué cuando Arendt habla de política en un sentido estricto evita utilizar la palabra «democracia». Pero explica también por qué su peculiar acepción de «política» no puede no interesar a todos los que se empeñan actualmente en valorizar la idea de democracia, adjetivándola como radical, anárquica, insurgente, salvaje o antagonista. Lo que estos autores aprecian de la perspectiva arendtiana es, efectivamente, la exaltación de un cierto tipo de experiencia política que se presenta como antitética respecto a cualquier concepción vertical o jerárquica de poder y que se caracteriza, por el contrario, como un poder difuso, participativo y relacional, compartido en el mismo nivel, es más, constituido por una pluralidad de actores, los cuales son iguales justamente porque comparten horizontalmente este espacio. No es casualidad, además, que la idea arendtiana de política insista sobre todo en una dimensión espacial, sin poner ningún énfasis particular en el tema de la autodeterminación, que, en cambio, aparece en la definición de Bobbio citada al...